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NAVEGACIÓN
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Actualizada: 23/I/01

Discurso de toma de posesión del
Presidente George W. Bush


Presidente Clinton, distinguidos invitados y conciudadanos, la trasferencia pacífica de la autoridad es un hecho raro en la historia y, sin embargo, es común en nuestro país. Con un simple juramento, reafirmamos antiguas tradiciones y emprendemos nuevos comienzos.

Al comenzar, le agradezco al Presidente Clinton su servicio a nuestra nación. Y le agradezco al vicepresidente Gore una contienda llevada a cabo con vigor y concluida con cortesía.

Me honra y me hace sentir humilde estar aquí, donde tantos líderes de Estados Unidos de América han estado antes que yo, y donde tantos han de venir después.

Todos nosotros tenemos un sitio en una larga historia, una historia que continuamos pero cuyo final no llegaremos a ver. Es la historia de un mundo nuevo que se convirtió en amigo y libertador del viejo, una historia de una sociedad esclavista que se convirtió en una servidora de la libertad, la historia de una potencia que entró en el mundo para proteger y no para poseer, para defender y no para conquistar.

Es la historia de Estados Unidos, un relato de gente imperfecta y falible, unida a través de las generaciones por ideales grandes y perdurables.

El más grande de estos ideales es una promesa americana revelada que dice que todos forman parte, que todos merecen una oportunidad, que nunca ha nacido alguien que fuera insignificante.

Los estadounidenses hemos sido llamados a hacer realidad esta promesa en nuestras vidas y nuestras leyes. Y aunque nuestra nación en ocasiones se ha detenido y en ocasiones se ha demorado, no debemos seguir ningún otro rumbo.

Durante gran parte del último siglo, la fe de Estados Unidos en la libertad y la democracia fue una roca en un mar enfurecido. Ahora es una semilla al viento, que echa raíces en muchas naciones.

Nuestra fe democrática es algo más que el credo de nuestro país, es la esperanza innata de nuestra humanidad, un ideal que llevamos con nosotros pero del cual no somos dueños, una responsabilidad que asumimos y trasmitimos. Y aún después de cerca de 225 años, tenemos un largo camino por recorrer.

Aunque muchos de nuestros ciudadanos prosperan, otros dudan de la promesa, hasta de la justicia de nuestro propio país. Las ambiciones de algunos estadounidenses se ven limitadas por escuelas decadentes, el prejuicio oculto y las circunstancias de su nacimiento. Y en ocasiones nuestras diferencias calan tan hondo que parece que compartimos un continente, no un país.

No aceptamos esto, y no lo permitiremos. Nuestra unidad, nuestra unión es la tarea seria de líderes y ciudadanos de cada generación. Y esta es mi promesa solemne: trabajaré para construir una sola nación de justicia y oportunidad. Sé que esto está a nuestro alcance porque nos guía un poder mayor que nosotros mismos, que nos creó iguales, a imagen suya.

Y tenemos confianza en los principios que nos unen y nos llevan adelante.

Estados Unidos de América nunca ha estado unido por la sangre, el nacimiento o la tierra. Nos unen ideales que nos llevan más allá de nuestros orígenes, que nos elevan por encima de nuestros intereses y nos enseñan lo que significa ser ciudadanos. A cada niño se le deben enseñar estos principios. Cada ciudadano debe sostenerlos. Y cada inmigrante, al adherirse a estos ideales, hace que nuestro país sea más, no menos americano.

Hoy contraemos un nuevo compromiso de cumplir las promesas de nuestra nación por medio de la civilidad, el valor, la compasión y el carácter.

Lo mejor de Estados Unidos es una conjunción del compromiso con los principios y la preocupación por la civilidad. Una sociedad civil nos exige a cada uno de nosotros la buena voluntad y el respeto, trato justo y capacidad de perdonar.

Parece que algunos consideran que nuestra política puede permitirse ser trivial dado que, en una epoca de paz, lo que está en juego en nuestros debates parece pequeño. Pero para Estados Unidos los riesgos nunca son pequeños. Si nuestro país no lidera la causa de la libertad, la causa de la libertad no será liderada. Si no volvemos el corazón de los niños hacia el conocimiento y el carácter, perderemos sus dotes y minaremos su idealismo. Si permitimos que nuestra economía se desoriente y decline, los vulnerables serán quienes sufrirán más.

Tenemos que cumplir con el llamado que todos compartimos. La civilidad no es una táctica o un sentimiento. Es la elección entre la confianza y el cinismo, entre la comunidad y el caos. Y este compromiso, si lo mantenemos, es una manera de compartir logros.

Lo mejor de Estados Unidos también es valiente. Nuestra valentía nacional ha sido evidente en las épocas de depresión y guerra, cuando la defensa frente a los peligros comunes definió nuestro bien común. Ahora debemos decidir si el ejemplo de nuestros padres y madres nos inspirará o nos condenará. Debemos demostrar valentía en una época afortunada, enfrentando los problemas en lugar de pasarlos a las generaciones futuras.

Juntos recuperaremos las escuelas estadounidenses, antes de que la ignorancia y la apatía cobren más vidas jóvenes.

Reformaremos el Seguro Social y el Medicare, ahorrándole a nuestra niñez las dificultades que podemos prevenir. Y reduciremos los impuestos, para recuperar el impulso de nuestra economía y recompensar el esfuerzo y la empresa de los trabajadores estadounidenses.

Construiremos nuestras defensas por encima de cualquier desafío, para que la debilidad no invite al desafío. Entrentaremos las armas de destrucción masiva, para ahorrarle nuevos horrores al nuevo siglo. Que los enemigos de la libertad y de nuestro país no se engañen: Estados Unidos de América sigue participando en el mundo por razones históricas y por decisión propia, conformando un equilibrio de poder que favorece la libertad. Defenderemos a nuestros aliados y nuestros intereses. Mostraremos determinación sin arrogancia. Enfrentaremos la agresión y la mala fe con resolución y fortaleza. Y a todas las naciones les hablaremos en favor de los valores que dieron la vida a nuestra nación.

Lo mejor de Estados Unidos es compasivo. En el fondo de la conciencia estadounidense sabemos que la pobreza profunda y persistente es indigna de las promesas de nuestra nación.

Y sea cual sea nuestro punto de vista sobre su causa, podemos coincidir en que los niños que están en peligro no tienen la culpa. El abandono y el abuso no son accidentes, sino fracasos del amor.

Y la proliferación de prisiones, a pesar de su necesidad, no es en nuestras almas un sustituto para la esperanza y el orden. Donde hay sufrimiento, hay deberes. Los estadounidenses necesitados no son extraños, son ciudadanos; no son problemas sino prioridades. Y a todos nosotros nos disminuye el que haya alguien desesperanzado.

El gobierno tiene grandes responsabilidades en cuanto a la seguridad pública y la salubridad pública, los derechos civiles y las escuelas comunes. Sin embargo la compasión es la obra de una nación, no solamente de un gobierno. Y algunas necesidades y dolores son tan profundos que responden únicamente al afecto de un mentor o a la oración de un pastor. La iglesia y la caridad, la sinagoga y la mezquita, les brindan a nuestras comunidades su humanidad, y tendrán un lugar de honor en nuestros planes y en nuestras leyes.

Muchos en nuestro país no conocen el dolor de la pobreza, pero nosotros podemos escuchar a quienes sí lo conocen.

Y comprometo a nuestra nación a alcanzar una meta: Cuando nosotros veamos a ese viajero herido en el camino a Jericó, no nos haremos a un lado.

Lo mejor de Estados Unidos es que la responsabilidad personal se valora y se respeta. Alentar la responsabilidad no es una búsqueda de chivos expiatorios, es un llamado a la conciencia. Y aunque requiere sacrificio, trae una satisfacción más profunda. Encontramos la plenitud de la vida, no solamente en las opciones, sino también en los compromisos. Y nos damos cuenta que los niños y la comunidad son los compromisos que nos hacen libres.

Nuestro interés público depende del carácter privado; del deber cívico y los vínculos de familia y la justicia básica; de actos anónimos de decencia que dan dirección a nuestra libertad.

A veces en la vida se nos llama a hacer cosas grandes. Pero, como dijo un santo de nuestros días, todos los días se nos pide que hagamos cosas pequeñas con gran amor. Las tareas más importantes de una democracia las hacemos todos.

Viviré y lideraré de acuerdo con estos principios: promover mis convicciones con civilidad; procurar el interés público con valor; abogar por que haya más justicia y compasión; exigir responsabilidad, y tratar también de asumirla. De todas estas maneras, aportaré los valores de nuestra historia al para el bien de nuestra época.

Lo que ustedes hacen es tan importante como todo lo que el gobierno hace. Les pido que busquen un bien común más allá de su comodidad; que defiendan de los obvios ataques las reformas que son necesarias; que sirvan a su nación, comenzando con su vecino. Les pido que sean ciudadanos: ciudadanos, no espectadores; ciudadanos, no súbditos; ciudadanos responsables, que construyen comunidades de servicio y una nación de carácter.

Los estadounidenses somos generosos, fuertes y amables, no porque creemos en nosotros mismos, sino que porque tenemos creencias que van más allá de nosotros mismos. Cuando falta este espíritu de ciudadanía, ningún programa de gobierno puede reemplazarlo. Cuando este espíritu está presente, ningún mal puede oponerse a él.

Después de la firma de la Declaración de Independencia, el estadista de Virginia John Page le escribió a Thomas Jefferson: "Sabemos que la carrera no la gana el veloz ni la batalla el fuerte. ¿No cree usted que un ángel cabalga el torbellino y dirige esta tormenta?"

Mucho tiempo ha pasado desde que Jefferson llegó a asumir la presidencia. Los años y los cambios se acumulan. Pero él habría sabido los temas de hoy: la gran historia de valentía de nuestra nación y su sencillo sueño de dignidad.

No somos los autores de esta historia, que llena tiempo y eternidad con su propósito. Sin embargo, su propósito se logra mediante nuestro deber; y nuestro deber se cumple con el servicio a nuestro prójimo.

Sin cansarnos nunca, sin rendirnos nunca, sin terminar nunca, renovamos hoy ese propósito: hacer que nuestro país sea más justo y generoso y afirmar la dignidad de nuestras vidas y de toda vida. Esta tarea continúa. Esta historia continúa. Y un ángel todavía cabalga el torbellino y dirige esta tormenta.



Washington, D.C.

20 de enero de 2001